Mire las sierras, no se cansará de mirar, de verde tapizadas, transcurridos dos años sin incendios, son parecidas a las que conocía de niño, recuperada parte de la flora.
Pocas laderas tienen el encanto de cerro faldero en el que no encontramos recostados, que atrajo desde principios del siglo veinte a lo mas granado de la sociedad argentina, cuando el ferrocarril lo depositaba en el extremo de la avenida Edén.
Entonces llegar a Punta del Este sólo era posible mediante diligencias tiradas por nueve caballos, por huellas sin caminos y el derecho de los pasajeros de empujarla cuando se atascaba.
Después de la mitad del siglo veinte, comenzamos a exportar allí el turismo que abandonaba las sierras de Córdoba, un nuevo modelo se entronizaba con los baños de mar de las cálidas aguas uruguayas.
Estuve en el año 1967, todavía era un insipiente destino turístico, muy lejos del actual top internacional que convoca al mundo entero, donde plantó Trump su torre y en cuyas inmediaciones descansa periódicamente David Rockefeller que trocó la diligencia por la calesa con corona.
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